Yo vivo en una ciudad. Vine a vivir aquí hace poco, unos años, y estoy muy bien.
Soy muy agradecido a Dios por todo que me hay dado. Aquí la vida es dura, tenemos mucho trabajo, pero tenemos acceso a un montón de cosas. Acá hay transporte con atascos, para donde uno quiera. Hay museos, parques, cines, restaurantes, muchas cosas. Hay de todo, todo. Pero es verdad que casi nunca puedo ir a estos lugares. Siempre estoy muy cansado, trabajo todo el día. Pero, bueno, mejor así que la situación de mi vecino que está sin trabajo hace algunos meses. Él también vino del nordeste así como yo. Pero es de otra provincia. Yo de Ceará, él de Pernambuco... Así que estaba hablando que siempre me canso y por fin no hago nada de muy interesante en mis días. Y también hay el tema del pasaje del bus. Es caro.
Yo prefiero quedarme en mi casa y hacer algo con mi familia que pagar tan caro para pasear, y volver más cansado que cuando me fui. Sí... las cosas aquí son muy caras. Mis hijos estudian en una escuela cerca de nuestra casa. Hay que tomar un bus, pero es cerca. La escuela no es tan buena, pero mejor que nada, ¿no?
Ellos no conocen a su abuela, mi mamá. Salí de mi ciudad hace veinte años y desde entonces estoy aquí; ellos solamente se conocen por fotografías. A veces extraño la gente y el lugar de donde vine. Peo eso pasa. Aquí, en la ciudad, tenemos tantas luces, construcciones. Extraño el atardecer del lugar donde vivía. Extraño el río, el olor de la tierra, la posibilidad de mirar al horizonte. Extraño aquella vida. Allá la gente tiene otro tiempo. Dormíamos con el sol. Despertábamos también con él. Aquí es todo muy distinto y uno que llega se acostumbra, porque volver sería una derrota. Porque aquí en la ciudad la vida no es fácil, pero tampoco allá uno puede vivir mejor.
Me acuerdo de cuando llegué. Tantos edificios, tantos coches, tantas calles. ¡Cuánta gente! Los peatones que siempre vivieron acá no miran los ventanales de los departamentos. Todos vuelven a sus palomares a la noche. Es un dolor terrible, pero la esperanza del cambio de vida era muy fuerte. La gente se reía cuando yo hablaba, por la tonada. Decían que yo no sabía hablar correctamente. Se reían por el nombre de la ciudad de donde vine. Y así mismo crecí en la vida. Tengo mi casita, que está lejos de mi trabajo. Para llegar tomo un tren y dos colectivos e igual para volver. Mis hijos pueden estudiar, y quizás sean mejores que mi compañera y yo. Cuando llegué a São Paulo, estaba muy triste porque allá en Ceará dejé personas muy queridas, y un amor. Un gran amor. Pero el tiempo pasó y supe que ella estaba casada con otro. Tomé mucho. Hasta que conocí a Rosa. Estamos juntos hace dieciocho años y tenemos tres hijos, dos chicas y un varón. ¡Lindos! Los amo. Ellos están creciendo, en poco tempo podrán trabajar y ayudarnos con las cuentas, que son muy caras. Luz, agua, internet, las pasajes, la comida. Todo es caro. Y a veces pienso: ¿de qué vale que uno pueda entrar en un super tan grande, con tantas cosas, si solamente puede tener la comida y las cosas básicas? Y lo peor es que nuestros hijos quieren esas otras cosas que no son parte de nuestra necesidad, pero se vuelven necesidades…
A veces me pongo triste. A veces uno pierde las ganas de hacer cualquier cosa. Pero aquí no se puede. No se puede no hacer nada. Yo tampoco no puedo. Tengo que trabajar, tengo que buscar siempre y correr. Si no uno es atropellado por el tiempo de la ciudad… Sigo intentándolo todos los días, y sobreviviendo cada uno de ellos. Así es la vida en mi ciudad.